Música como modo de cohesión social: factores evolutivos o de comportamiento social que favorecen la supervivencia. - Charlotte O. Gruson Santainés; 2019 Objetivos: El estudio del cerebro humano permite a la investigación antropológica conocer el gran abanico de posibilidades de las que disponemos para hacer frente a los retos del medio. Dado que el ser humano es un animal social y necesita una comunidad para su supervivencia, este artículo aborda el concepto de música como pilar cultural en las sociedades humanas, al igual que vehículo para la cohesión social y la transmisión de conocimiento. Para conseguir estos objetivos, la música juega un papel esencial en utilizando mecanismos tanto biológicos, como culturales del ser humano. Palabras clave: Adaptación, música, cohesión social, biología, cultura, proximidad afectiva “Nada tiene sentido en biología si no es a la luz de la evolución.” (Th. Dobzansky, 1973) La capacidad para acostumbrarse a los diversos medios ambientes es llamada adaptación (McElroy y Townsend, 2015). Los seres humanos disponemos además de una extraordinaria cerebralización (Gazzaniga, 2008) que nos permite un vasto abanico de recursos para asegurar nuestra supervivencia, entre ellos la producción cultural. De esta manera, la adaptación, aun siendo común a todos los seres vivos del planeta, se presenta en nosotros de un modo más amplio ya que puede presentarse tanto en rasgos físicos como comportamentales. En el ámbito biológico la transformación se inicia con la adaptabilidad, quien juega un rol importante en el proceso evolutivo como método de aclimatación al entorno y así facilitación del proceso de supervivencia. Estas modificaciones plásticas, pudiendo fijarse genéticamente, pasan a formar parte de la adaptación y son transmisibles a la descendencia. De este modo, la adaptación biológica es efectiva para hacer frente a ciertas enfermedades o simples condiciones del medio —frío, calor, bajas tasas de oxígeno, etc. —. Sin embargo, no se han de olvidar las respuestas comportamentales, ciertos cambios pueden convertirse en innovaciones culturales desarrolladas por individuos o comunidades (McElroy y Townsend, 2015) de los cuales disponemos para poder vivir en los ecosistemas más extremos del planeta. Así, dentro de estas respuestas, en nuestro linaje se habrían primado la plasticidad biológica, el aprendizaje social y la innovación cultural —como lo son ciertos rituales, la arquitectura, las prendas de abrigo o incluso la música— que caracterizan a los humanos modernos, cualidades basadas en un ciclo vital extendido y con nuevas etapas, y con cuidado cooperativo de niños, todo ello determinado por nuestra extrema cerebralización (Bogin y Varea, 2017). Fig 1: Darwin, fotografía de JM Cameron (1968) Los procesos ya citados concernientes a la adaptabilidad física y la evolución cultural actúan al conjuntamente interactuando mutuamente. De hecho, ciertos investigadores consideran que las pautas que facilitan la supervivencia habrían podido motivar cambios cognitivos durante el periodo ontogenético que, a pesar de ser costosos, son eficientes y acaban por fijarse en un proceso evolutivo por selección natural (Ayala, 2009). Con ello se sigue una trayectoria evolutiva sin planificación previa, más bien un equilibrio entre cambios al azar y fijación por conveniencia (tanto física como culturalmente). De este modo le hacemos frente a la necesidad de vivir en comunidad. Siendo nuestra especie un animal social, necesita vínculos con sus semejantes para la supervivencia, lo que se presenta a menudo como un obstáculo para el cual se requiere el desarrollo de dichas respuestas adaptativas. En el ser humano esta cohesión social no sólo depende de instintos –en el sentido clásico del término– como podría ser el caso de la cohesión de una manada de lobos o un banco de peces. Es innegable que es igual de necesario para nuestra supervivencia, y por ello igual de necesario es tener en cuenta múltiples factores que entran en juego. Ciertos investigadores mantienen una hipótesis que afirma que el gran tamaño de nuestro cerebro, junto con los otros primates, se debe a la necesidad de administrar nuestros complejos sistemas sociales (Dunbar, 2009). En esta línea es pertinente hacer mención de la necesidad de coordinación de trabajos grupales, donde la música favorecería la coordinación emocionalmente establecida entre individuos (Huron, 2001) ¿Y qué mejor ejemplo para demostrar la necesidad de la música en las labores de carácter colaborativo o grupal que mencionar que el vínculo rítmico se ha utilizado en numerosas ocasiones como promotor de la producción? "En el arte, escribía el ilustre y lamentado musicólogo español, a un aumento en progresión geométrica del esfuerzo creador responde un aumento en progresión aritmética de su eficiencia en el medio social, porque la pérdida en la función conduce paulatinamente al agotamiento" (Adolfo Salazar en Pardo Tovar, 1961). Incluso se llega a sostener que la agrupación de individuos asociados en la obtención de recursos o la protección recíproca no construyen una coalición real al no implicar proximidad afectiva entre los miembros del grupo, lo que sí se habría obtenido a través de la música y la danza como expresión de cooperación (Hagen y Bryant, 2003). Sin ir más lejos estos vínculos sociales representan en gran parte los pilares de nuestros diversos sistemas culturales, por lo cual, la presente revisión pretende incitar a pensar en cómo la música –entendido como un elemento cultural– actúa como un factor influyente en estas redes, ya que repercute en nuestro cerebro desencadenando múltiples reacciones electro-químicas y plásticas. Esto la convierte en un elemento clave en la selección de pareja, la cohesión social, la transmisión de conocimiento, el vínculo afectivo, la salud psicoemocional de los individuos y su interacción, son razones de peso para otorgar a la música un claro y efectivo valor evolutivo, aun cuando las escasas evidencias arqueológicas no permitan de determinar cuándo apareció en nuestro linaje, su utilidad y su práctica. No obstante, el hecho de que compartamos la capacidad de oír con el resto de animales no significa que la información se procese del mismo modo. La música producida por nuestra especie y los sonidos producidos por ciertos animales –aunque similares al oído– no queda claro si desencadenan las mismas respuestas cognitivas. A pesar de que se denominen ―cantos‖ a los sonidos comunicativos emitidos por algunas especies de primates (Dooley et al., 2013), aún es controvertida la afirmación de sería correcto asumir su plena concordancia con el canto humano aún denominándolo del mismo modo por su similitud sonora. Sin embargo, algunos autores (Miller, 2000) llegan a afirmar que el canto humano tiene un beneficio evolutivo común con otros animales, a pesar de que no comparta un origen filogenético con ellos —como los pájaros, por ejemplo—. Fig 2. Flauta de 35,000 años de antigüedad, fotografiada por Daniel Maurer en una conferencia de prensa en Tuebingen, Alemania (2009). Por nuestro lado, desde los anales de la historia de la humana, tanto las sociedades de cazadores-recolectores como las modernas presentan evidencias de existencia y práctica musicales (Morley, 2003). Ejemplo de ello es el hallazgo de unas flautas talladas en hueso de pájaro de una antigüedad mayor a 35.000 años pertenecientes a Homo sapiens residentes en el suroeste de Alemania (Conard et al., 2009). Numerosos estudios muestran cómo la música se ha utilizado como transmisor de conocimiento y como memoria colectiva (Loncke, 2009), la construcción de identidad (Fernando, 2007) ; o por ejemplo, Canzio (1992), quien presenta su estudio sobre el modo de vida de la población bororo del Mato Grosso brasileño — cazadores-recolectores de la época actual— cómo la función del canto, la música y las acciones rituales juegan un rol irremplazable en la construcción simbólica, su importancia como referente de identidad y su valor como estrategia de supervivencia. Se llega a sostener que la musicalidad, comprendida como rasgo exclusivo de nuestra especie, confiere ciertas ventajas adaptivas en estricto sentido darwiniano (Dissanayake, 2008), como puede ser la selección reproductiva por criterios tonales —un tono grave es símil de protección y fuerza en los varones, por ejemplo— (Darwin, 1871; 2009). Las bases de la percepción musical suelen derivar de mecanismos auditivos de propósito general, los mecanismos sintácticos suelen ser cooptados del lenguaje, y su efecto puede ser conducido en nuestras emociones por una similitud acústica de la música con otros sonidos de relevancia biológica como el habla (McDermott, 2008). Este modo de acceder a nuestras emociones otorga a la música un poder excepcional. Asimismo los sentimientos y emociones tienen una trascendental importancia para nuestra supervivencia, elementos esenciales parabla toma de decisiones (Pérez Ramos, 2012; Ostrosky y Vélez, 2013). No por casualidad William James afirmó, en su obra What is an emotion? (1884) que la emoción es una reacción fisiológica que esencialmente responde a un acompañamiento sensorial, en ocasiones con reacciones más acertadas que la propia razón. En el supuesto caso de carencia de ellas deberíamos, como sostiene Pérez Ramos (2012), ―disponer de un sofisticado programa que nos permitiera decidir a qué estímulos del medio respondemos primero y a qué estímulos después‖, y que, sin embargo, se mostraría poco eficiente. Tanto es su valor que incluso disponemos de circuitos compartidos con otros animales que nos permiten sentir emociones, motivación, esfuerzo y excitación, todos útiles para afrontar desafíos (LeDoux, 2012). Así pues, el elemento emocional es esencial en la toma de decisiones racionales y está fuertemente vinculado a los vínculos sociales. El primer paso para poder establecer el vínculo con la supervivencia es especificar a qué se considera ―emociones‖. Se sostiene actualmente que las emociones básicas en los seres humanos son las comúnmente presentes en todas las culturas conocidas: ira, miedo, alegría, tristeza, sorpresa y asco; que nos son comunes con otros animales (Ostroski y Vélez, 2013). De la combinación de estas emociones básicas se derivan las ―emociones complejas‖ – comprendidas como propias del ser humano–, las cuales dependen de la evaluación consciente, de la influencia directa del entorno social, partiendo o surgiendo del entorno social y la interacción con otras personas (Johnson-Laird y Oatley, 2000). Dado que los sentimientos conllevan cambios fisiológicos, confirmando incluso una relación entre la emoción y los trastornos viscerales, el segundo paso sería conocer cómo ciertas hormonas, segregadas por la mera percepción musical, tienen la capacidad de modificar o transformar algunas de las mencionadas emociones. Ejerce una influencia a través de cambios neuroquímicos en dominios tales como recompensa, motivación y placer; estrés y excitación; inmunidad; y la afiliación social. Los cuales están coordinados por los sistemas neuroquímicos de dopamina y opioides; cortisol, hormona adrenocorticotrópica; la serotonina; y la oxitocina (Chanda y Levitin, 2013). No puede olvidarse, por ejemplo, el rol principal que juega la música a la hora de afrontar retos como el dolor o la enfermedad, teniendo pues un efecto calmante en pacientes de muy diferentes patologías (Martin-Saavedra et al., 2018). Todo ello gracias a la influencia que la música ejerce en nuestro sistema límbico y la segregación de hormonas tales como la serotonina. De hecho se afirma que con la música existen implicaciones no solo para la experiencia y expresión de la emoción sino también para la motivación efectiva de la conducta (Ostorosky y Vélez, 2013), produciendo efectos como la relajación, la admiración, la exaltación, la tristeza o el enternecimiento. Con esto la emoción es resumible en una serie de respuestas que se desencadenan desde determinadas zonas del cerebro y tienen lugar en otras zonas del mismo y del cuerpo. Lo que conduce a entender la emociones provocadas por las mencionadas hormonas como desencadenantes de respuestas destinadas al aplacamiento del miedo, el aumento de la tolerancia al dolor u otras ventajas frente a sentimientos restrictivos o incómodos como muestran experiencias empíricas efectuadas por diversos investigadores, como Marcel Zentner, quien trató de especificar el espectro de emociones que eran modificadas por la música y el efecto de ésta en las masas (Monnet, 2006). Vistos experimentos como este, sin duda es sostenible el carácter innato de la percepción, o incluso, apreciación musical, ya que desde edades muy tempranas –meses de vida– se muestran evidencias de reacciones como la alegría y el baile (Zentner y Kagan, 1996). A ello se adiciona cómo el canto de las madres a los niños y las canciones de cuna son beneficiosas para nuestra supervivencia y nuestro desarrollo, ya que capta la atención del bebé, lo calma Fig 3. Figura extraída de un video anónimo en el cual un bebé se emociona al escuchar el canto de su madre. Disponible en: https://www.youtube.com/watch?v=f1dP8YXOu W8 y refuerza el afecto entre ambos (Balter, 2004), el vínculo afectivo que se crea a nivel madre-hijo con estas prácticas se revela como un fuerte pilar de la cohesión social y el equilibrio emocional de sus integrantes (Hagen y Bryant, 2003). Una vez dilucidados la cohesión social, el vínculo afectivo y la salud psicoemocional; no está de más mencionar la transmisión de conocimiento. Se considera que las anteriores poblaciones de Homo ya disponían de expresiones asociadas a la música como el canto y el baile como un modo de comunicación desde hace alrededor de 500.000 años atrás (Balter, 2004; Gamble, 2007). Aun en nuestros días se utiliza la comunicación musical para transmitir la tradición, a través de rituales, legado oral estableciendo una memoria colectiva (Canzio, 1992), lo que a su vez provoca una diferenciación identitaria. Esta construcción identitaria puede bien apreciarse en tribus o pablaciones minoritarias y/o nómadas (Loncke, 2009; Fernando, 2007). Sin existentes a través de la fusión musical. Esto es posible gracias a la denominada ―comunicabilidad esencial del arte‖ por Pardo Tovar (1961), esta premisa viene a comprender el arte —sobre todo la música— como un medio de comunicación entre los seres humanos, no sólo un medio de expresión, sino como un modo de lenguaje universal. “La música al igual que el arte es, a grandes rasgos, el proceso a virtud del cual lo que es esencialmente individual y subjetivo en su origen puede convertirse, y de hecho se convierte, en patrimonio social, en acervo colectivo, en herencia que todos pueden compartir y disfrutar”. (Prado Tovar, 1961) Todas estas afirmaciones llevan a pensar que el hombre —cualquiera que sea o haya sido su contexto cultural— ha recurrido siempre a la música como el medio más poderoso para vincularse a sus semejantes. A este respecto el concepto de comunicabilidad del arte, y por tanto el de expansión del conocimiento proporciona el inicio de una idea individual que se expande a las siguientes generaciones o personas —ya sea de modo vertical u horizontal— convirtiéndose en una identidad, un legado o un concepto universal. Conclusiones: Fig 4. Concierto de Led Zeppelin en The Forum, Inglewood, CA (1970). embargo, mirando dentro de nuestra propia sociedad de masas encontramos claros ejemplos de subculturas identitarias. En el mayor de los casos la música forma un enclave central dentro de éstas reflejando o representando a sus integrantes (Frith, 1996). El estudios realizado por O’Hagin y Harnish (2006) en el noroeste de Ohio muestra una bonita evidencia de como la identidad puede incluso construirse a partir de combinar legados culturales ya La adaptación se presenta en nosotros de modo que fusiona biología y cultura. La música se muestra un enclave esencial puesto que combina cambios hormonales y plásticos formando así mismo parte de nuestra producción cultural. Así pues, los numerosos cambios en nuestros sistemas límbico e inmunológico nos conceden un abanico de emociones que facilitan la transmisión de conocimiento a la par que ayudan a proporcionar una proximidad afectiva y coalición de grupo. Por este motivo se ha mantenido desde el inicio de nuestra especie aportando cohesión social, coordinación de esfuerzos en grupo, desarrollo de la percepción, estabilidad emocional y comunicación intergeneracional, por lo que parece tener un claro valor adaptativo —tanto a nivel individual como colectivo—. Podría decirte que responde a nuestra necesidad de un sistema social efectivo, favoreciendo la cohesión social y la supervivencia. Bibliografía: Ayala FJ. 2009. La revolución de darwin. In: Anonymous Darwin y el Diseño Inteligente: Creacionismo, cristianismo y evolución. 2ª ed. Madrid: Alianza. p 43-60. 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