Los procesos ya citados concernientes a
la adaptabilidad física y la evolución
cultural actúan al conjuntamente
interactuando mutuamente. De hecho,
ciertos investigadores consideran que las
pautas que facilitan la supervivencia
habrían podido motivar cambios cognitivos
durante el periodo ontogenético que, a pesar
de ser costosos, son eficientes y acaban por
fijarse en un proceso evolutivo por
selección natural (Ayala, 2009). Con ello se
sigue una trayectoria evolutiva sin
planificación previa, más bien un equilibrio
entre cambios al azar y fijación por
conveniencia (tanto física como
culturalmente). De este modo le hacemos
frente a la necesidad de vivir en comunidad.
Siendo nuestra especie un animal social,
necesita vínculos con sus semejantes para la
supervivencia, lo que se presenta a menudo
como un obstáculo para el cual se requiere
el desarrollo de dichas respuestas
adaptativas.
En el ser humano esta cohesión social no
sólo depende de instintos –en el sentido
clásico del término– como podría ser el
caso de la cohesión de una manada de lobos
o un banco de peces. Es innegable que es
igual de necesario para nuestra
supervivencia, y por ello igual de necesario
es tener en cuenta múltiples factores que
entran en juego. Ciertos investigadores
mantienen una hipótesis que afirma que el
gran tamaño de nuestro cerebro, junto con
los otros primates, se debe a la necesidad de
administrar nuestros complejos sistemas
sociales (Dunbar, 2009). En esta línea es
pertinente hacer mención de la necesidad de
coordinación de trabajos grupales, donde la
música favorecería la coordinación
emocionalmente establecida entre
individuos (Huron, 2001) ¿Y qué mejor
ejemplo para demostrar la necesidad de la
música en las labores de carácter
colaborativo o grupal que mencionar que el
vínculo rítmico se ha utilizado en
numerosas ocasiones como promotor de la
producción? "En el arte, escribía el ilustre y
lamentado musicólogo español, a un
aumento en progresión geométrica del
esfuerzo creador responde un aumento en
progresión aritmética de su eficiencia en el
medio social, porque la pérdida en la
función conduce paulatinamente al
agotamiento" (Adolfo Salazar en Pardo
Tovar, 1961). Incluso se llega a sostener
que la agrupación de individuos asociados
en la obtención de recursos o la protección
recíproca no construyen una coalición real
al no implicar proximidad afectiva entre los
miembros del grupo, lo que sí se habría
obtenido a través de la música y la danza
como expresión de cooperación (Hagen y
Bryant, 2003).
Sin ir más lejos estos vínculos sociales
representan en gran parte los pilares de
nuestros diversos sistemas culturales, por lo
cual, la presente revisión pretende incitar a
pensar en cómo la música –entendido como
un elemento cultural– actúa como un factor
influyente en estas redes, ya que repercute
en nuestro cerebro desencadenando
múltiples reacciones electro-químicas y
plásticas. Esto la convierte en un elemento
clave en la selección de pareja, la cohesión
social, la transmisión de conocimiento, el
vínculo afectivo, la salud psicoemocional
de los individuos y su interacción, son
razones de peso para otorgar a la música un
claro y efectivo valor evolutivo, aun cuando
las escasas evidencias arqueológicas no
permitan de determinar cuándo apareció en
nuestro linaje, su utilidad y su práctica.
No obstante, el hecho de que
compartamos la capacidad de oír con el
resto de animales no significa que la
información se procese del mismo modo.
La música producida por nuestra especie y
los sonidos producidos por ciertos animales
–aunque similares al oído– no queda claro
si desencadenan las mismas respuestas
cognitivas. A pesar de que se denominen
―cantos‖ a los sonidos comunicativos
emitidos por algunas especies de primates
(Dooley et al., 2013), aún es controvertida
la afirmación de sería correcto asumir su